Por: Columna de Opinión Anónima
La condena en primera instancia contra Álvaro Uribe Vélez no solo representa un giro jurídico sin precedentes para un expresidente en Colombia. También marca un antes y un después en la relación entre la política y la justicia. ¿Estamos presenciando el fin de una era de impunidad presidencial o el inicio de un ciclo en el que la figura del exmandatario deja de ser intocable?
El caso contra Uribe por soborno y fraude procesal es histórico, no solo por el peso simbólico del acusado, sino por lo que revela del momento institucional del país: un expresidente que lideró durante dos décadas buena parte del rumbo político nacional, ahora está sentado en el banquillo y podría enfrentar consecuencias penales. Un hecho sin precedentes en la historia reciente.
¿Muerte política a Uribe?
Pese a su dimensión simbólica, el fallo no liquida automáticamente la figura de Uribe. Su capital político, aunque debilitado, aún conserva un núcleo de apoyo que puede reaccionar desde la emoción y la lealtad. Sin embargo, lo que está en juego es más profundo: su papel como líder estructurante de una parte del espectro político podría extinguirse si no logra reposicionarse desde esta crisis.
La pregunta clave no es solo si puede volver electoralmente, sino si su palabra seguirá teniendo peso. De momento, el expresidente ha perdido protagonismo institucional y se enfrenta a un electorado menos permeable a discursos de polarización.
El proceso contra Uribe abre otra interrogante: ¿será este el inicio de una nueva fase de rendición de cuentas en Colombia? En el país de los presidentes impunes, este caso podría sentar un precedente incómodo para quienes hoy ocupan o aspiraron a ocupar la Casa de Nariño.
Uno de ellos es Gustavo Petro. Su figura, tan polarizante como la de Uribe pero en el otro extremo ideológico, también concentra fuertes emociones, odios y lealtades. Y como ha ocurrido con sus antecesores, también podría enfrentar investigaciones al dejar el cargo. Su estilo confrontacional y sus decisiones polémicas, sobre todo en relación con la contratación estatal y el manejo del poder ejecutivo, han dejado varios frentes abiertos.
Aunque hasta ahora no existen procesos penales en su contra, el ambiente político sugiere que la judicialización de expresidentes puede dejar de ser la excepción. La transición de Uribe al banquillo ha roto un tabú que podría repetirse con sus sucesores, especialmente en un país donde la tensión entre política y legalidad sigue sin resolverse del todo.
¿Una justicia más fuerte o una democracia más frágil?
Este fenómeno tiene dos lecturas posibles. Por un lado, puede verse como una señal de madurez institucional: la justicia ya no distingue jerarquías. Por otro, también podría alimentar la tentación del “lawfare” —el uso de la justicia como arma política— si los procesos pierden imparcialidad o se utilizan para saldar cuentas ideológicas.
Colombia entra, con este fallo, en un terreno delicado. La justicia debe actuar con firmeza, pero también con equilibrio, para no perder legitimidad. Si el caso Uribe es solo el primero de varios procesos judiciales a expresidentes, será necesario garantizar que no se convierta en un ciclo de venganza política disfrazada de legalidad.
Un sistema que exige más
El ciudadano colombiano de hoy es más exigente, más informado y menos tolerante con los excesos del poder. La condena a Uribe, en ese sentido, también refleja un cambio social: el poder ya no es sinónimo de inmunidad. Y los expresidentes, lejos de retirarse con honores intocables, podrían empezar a responder por sus actos, como cualquier otro ciudadano.
La historia dirá si estamos ante el cierre del ciclo uribista o el nacimiento de una democracia más exigente con sus líderes.