Por Anónimo:
Hoy se celebra la fiesta de San Francisco de Sales, el santo de la amabilidad y patrono de escritores y periodistas. Esto es, de todos cuantos nos atrevemos a juntar letras para construir palabras; palabras para edificar frases; frases que compongan relatos que hablen de historias, ideas vivencias, emociones, que hagan sentir. En definitiva, que comuniquen.
Nacido en el ducado de Saboya en 1567 y fallecido en 1622 en Lyon, San Francisco procuraba convertir a los protestantes. Pero al ver que por miedo o por otros motivos éstos no se dejaban predicar, escribía de día hojas clandestinas a modo de pasquines y la metía por debajo de las puertas al caer la noche. De ahí que a principios del siglo XX el Papa Pío XI le otorgara el patronazgo de los periodistas: en cierto modo, él fue el precursor de la prensa escrita.
En ese escrito de 1923, Pío XI recuerda a los periodistas que es necesario que «imiten y muestren en todo momento que el rigor siempre ha estado unido a la moderación y la caridad, que era la característica especial de San Francisco». El entonces Papa recoge, asimismo, que «deben guardarse de faltar a la verdad, e incluso con el pretexto de evitar la ofensa de los adversarios, de reducirla o disimularla». En efecto, San Francisco se distinguió por decir la verdad con elegancia y sin herir a nadie y sin buscar el morbo, por escribir y hablar con tanta delicadeza que nadie se sentía molesto.
Y llámame utópica si quieres, pero sigo creyendo que esto es posible. Y que ese es el verdadero periodismo. El que a mí me enamora, el que me llena, y del que siempre digo que es la mejor profesión del mundo. Bueno, lo digo yo, y lo dijo en su día toda una eminencia, como García Márquez. Así que hoy voy a levantar la voz por ensalzar sus virtudes. Porque existen cientos de miles de artículos dedicados a denunciar la mala situación de la profesión y sus mil y un defectos, pero qué poquitos textos hay, por desgracia, que pongan en valor sus virtudes. Que sí, que también las tiene.
Soy consciente de que es una profesión bastante precaria, muy esclava, que padece de un intrusismo feroz y una mercantilización sin límites. Si todo lo malo ya lo sabemos de sobra. Pero tiene algo que le hace grande: su vocación de servicio a los demás. Y eso, para mí, cubre cualquier defecto.
Un periodista es mucho más que un “juntaletras”. Es un servidor público, denunciante de injusticias, transmisor de esperanza, voz de los que no pueden o no saben cómo manifestar sus necesidades, voz de los que se sienten abandonados porque no se les escucha, la voz de quienes buscan un mundo más justo, más humano. Es la única profesión que te permite seguir siendo idealista pasada ya la treintena. Y eso es algo único.
En un mundo egoísta e individualista, los periodistas, a través de su trabajo, pueden ayudar a que nos sintamos más cercanos los unos de los otros. A empatizar con los problemas del que está lejos, pero a su vez hacernos conscientes del sufrimiento y los problemas que tenemos cerca. Sólo así, teniendo la base del conocimiento real y veraz de cuanto acontece, la sociedad puede caminar hacia la solidaridad y el compromiso por una vida más digna para todos. La comunicación que nos brindan los periodistas intenta unirnos, construir puentes de entendimiento y derribar muros de incomprensión. Y no me digas que eso no es suficiente para pensar que esta profesión merece la pena. Mucho. Muchísimo.
Para conseguirlo, hay que ser casi tan virtuoso como San Francisco de Sales, o al menos intentarlo. Es verdad que muchas veces el periodismo se desvía de lo que debiera ser para mezclar información con propaganda, verdad con mentira y opinión con hechos. Y esto termina por mancillar su reputación, y repudiarlo, y pisotearlo o convertirlo en el blanco de todas las críticas. En nuestra mano está revertir esta situación. Sólo teniendo una firme vocación, estando plenamente convencidos de todo lo bueno que podemos hacer con nuestro trabajo, trabajando incansables en la búsqueda de la verdad y dejando atrás las tentaciones propias del poder, la fama y el dinero, podremos hacer del periodismo lo que siempre debiera ser: una ayuda indispensable para lograr el bien común.
Y esa posibilidad engancha como la mejor de todas las drogas. ¡Cómo no sentirse atraído por la enorme potencialidad de algo que puede hacer tanto bien! Hay que vivirlo en carnes propias para entenderlo. Cuánta razón tenía Gabriel García Márquez cuando aseguró que nadie que no haya padecido esa inquietud por ver lo que hay más allá de sus propias narices y contarlo de la mejor manera posible a los demás «puede concebir siquiera lo que es el pálpito sobrenatural de la noticia, el orgasmo de la primicia, la demolición moral del fracaso».
Yo lo he sentido. Lo siento cada día. Y por eso hablo con esta pasión. Porque vivo bajo el influjo hechizante de la vocación de mi vida. Porque quiero trabajar para que mis palabras no suenen a romanticismo barato, sino a realidades. Porque es hora de reivindicar las bondades del periodismo. ¡Que no todo es malo, señores!
Feliz día del patrón, compañeros. Hagamos de nuestra profesión la mejor del mundo. Para mí, desde luego, ya lo es.