Desde el Parque Nacional Natural Amacayacu, Leticia, Colombia
Bajo la sombra frondosa de los árboles del Parque Nacional Amacayacu, en lo más profundo de la selva amazónica, 33 liderazgos indígenas y campesinos se reunieron para alzar la voz. Llegaron desde remotos territorios de Colombia, Brasil y Perú, cargando no solo mochilas tejidas con símbolos de su historia, sino también los dolores y urgencias de sus pueblos.
Algunos venían de caminar varios días por trochas y ríos. Otros, tras largos trayectos en canoa o transporte fluvial. Lo hicieron para decirle al mundo algo que muchos prefieren no escuchar: el mercurio nos está matando, la minería está destruyendo nuestros territorios y nadie parece querer detenerlo.
Un veneno invisible, una amenaza constante
“Mi hija perdió su primer embarazo por intoxicación. En su cuerpo encontraron rastros de mercurio, pero aquí no hay hospital que pueda tratarnos. ¿A quién le importa eso?”, cuenta entre lágrimas una lideresa del pueblo Ticuna, mientras el resto del círculo asiente en silencio. No es un caso aislado. En sus palabras se refleja una realidad compartida por decenas de comunidades: los ríos que alimentan, curan y dan vida, están contaminados.
El mercurio, usado para separar el oro en procesos de minería ilegal, se filtra silenciosamente en las aguas y los cuerpos. Enferma a los peces que comen, a los niños que nacen, a las mujeres que gestan, a los ancianos que ya no tienen fuerza para migrar. Y no solo enferma el cuerpo: también descompone la estructura comunitaria, divide familias, genera conflictos y abre la puerta a violencias que antes eran ajenas.
“Antes pescábamos sin miedo. Ahora los peces huelen raro, están inflados, no sabemos si cocinarlos o dejarlos. ¿Qué comemos entonces?”, se pregunta un joven campesino del Trapecio Amazónico. La seguridad alimentaria, ese derecho básico, también está en juego.
Una resistencia tejida entre culturas y saberes
Durante tres días de reflexión, debate y construcción colectiva, mujeres sabias, jóvenes guardianes del territorio, líderes comunitarios y defensores de derechos humanos compartieron no solo sus denuncias, sino también sus propuestas.
Hablaron de salud integral, no solo desde la medicina occidental, sino con parteras, plantas, sabiduría ancestral. Propusieron una red amazónica de monitoreo en salud comunitaria, hecha por ellos, desde ellos. Plantearon fortalecer el liderazgo de las mujeres, quienes llevan sobre sus hombros no solo la vida, sino también la resistencia. Insistieron en la titulación colectiva de sus territorios, porque sin tierra no hay cultura ni futuro.
“No queremos proyectos impuestos ni dinero con condiciones. Queremos que nos escuchen, que nos respeten, que entiendan que sin nosotros no hay Amazonía viva”, expresó una joven del pueblo Yagua, mientras sostenía un cartel escrito a mano: “El oro de ustedes es la muerte de nuestros hijos”.
Fracturas invisibles, heridas abiertas
La minería ilegal no solo deja cráteres en la tierra. Deja huecos en las comunidades. “Los muchachos se van con los mineros porque no hay otra opción. Les prometen plata, motos, celulares. Vuelven enfermos, o no vuelven. A veces con un arma en la mano”, cuenta un abuelo de la comunidad Huitoto. La explotación laboral, la cooptación de jóvenes y el rompimiento de los lazos de confianza son parte del costo humano de este modelo extractivista.
Mientras tanto, los gobiernos parecen mirar para otro lado. “Hacen cumbres, firman pactos, pero acá no llega nada. Ni salud, ni educación, ni vigilancia. Solo helicópteros cuando ya hay muertos”, denunció otro participante.
Frente a esa ausencia, los pueblos decidieron actuar. Están construyendo sus propios sistemas de información ambiental, sus propias redes de defensa, sus propios caminos de desarrollo.
Una voz para el mundo
Desde este rincón selvático, los pueblos de la Amazonía lanzaron un pronunciamiento claro y urgente. Exigen la protección de los defensores del territorio, respeto a la consulta previa, aplicación real de tratados internacionales, desarrollo de economías sostenibles propias, y cooperación transfronteriza para controlar el comercio de oro y mercurio.
Pero más allá de las demandas técnicas, el mensaje es profundamente humano:
“La protección y el bienestar de nuestras culturas representa la pervivencia de la Amazonía y de la humanidad”.
Ese grito no se quedó en la selva. Está viajando con el viento, con los ríos, con quienes lo escuchan y lo hacen eco. No se trata solo de salvar árboles o animales. Se trata de proteger a quienes han sido guardianes del equilibrio natural durante siglos. Se trata de no seguir envenenando la raíz de la vida.