En el tercer piso de la Casa de Nariño, donde se toman las decisiones más sensibles del país, hay un documento que marca un punto de inflexión: la carta de renuncia de la canciller Laura Sarabia. No se trata de una renuncia más. La suya podría cerrar un ciclo político tan influyente como polémico en el círculo más íntimo del presidente Gustavo Petro.
Sarabia no solo fue una alta funcionaria del gobierno: durante dos etapas distintas —primero como jefe de gabinete y luego como directora del Dapre— fue considerada el engranaje clave en la maquinaria de decisiones del Ejecutivo. Su oficina, ubicada a pocos pasos de la del mandatario, era más que una sede administrativa: era el lugar donde se definían lealtades y se sellaban destinos.
Muchos ministros y altos funcionarios supieron que su tiempo en el Gobierno había terminado al ser citados por ella. Con tono firme, les comunicaba que no seguirían en sus cargos y, en ocasiones, ofrecía un plan de salida digno: una embajada, una asesoría o una representación especial, todo “por orden del señor presidente”. En esos momentos, Sarabia no solo hablaba por Petro: lo encarnaba.
Su poder, sin embargo, también generó tensiones internas. Algunos sectores del petrismo la consideraban una figura incómoda, con demasiado control para una funcionaria tan joven. Su ascenso vertiginoso, su cercanía exclusiva con el presidente y su participación en decisiones de alto impacto la convirtieron en blanco de críticas y sospechas. Los escándalos que la rodearon, incluida la polémica por interceptaciones ilegales y los cuestionamientos por presuntas prácticas de presión, marcaron su imagen pública y abrieron fisuras dentro del propio Gobierno.
Ahora, con su renuncia sobre el escritorio de Petro, se abre una etapa incierta. ¿Se trata de una salida definitiva del poder o de un nuevo movimiento estratégico dentro del ajedrez político del presidente? En medio de una administración cada vez más aislada y con múltiples frentes de tensión, la salida de Sarabia puede ser tanto un síntoma de desgaste como una señal de reacomodo interno.
En cualquier caso, la historia de Laura Sarabia no termina aquí. Su figura, amada y temida dentro del círculo presidencial, representa una forma de ejercer el poder que ha marcado el estilo Petro: centralizado, personalista y, sobre todo, cargado de simbolismo.