Por : Jaime Guzmán
Amanece un lunes del mes de julio. Se escuchan sirenas y pacientes entrando y saliendo de la puerta de urgencias. En medio de ello se vive con ligera intensidad la incertidumbre de si dio a luz o no el descendiente de Juan y Ana, suceso que aconteció en el Hospital del Niño Jesús de Barranquilla.
Esta es la historia de Juan, joven albañil, que en los albores de su juventud desea salir adelante con su querida esposa Anita, quien desde hace más de seis noches se encuentra internada, en observación, con dolores de parto.
El joven, de tan solo 23 años, empieza a movilizarse de un lado a otro. A veces hasta piensa en burlar la seguridad del centro médico para indagar sobre su compañera. Sin embargo, cuando pregunta, la respuesta es plana y con muy poca esperanza de ser positiva.
La mañana del lunes para el albañil transcurre muy lentamente y no fue la mejor. Estuvo durante varias horas sin recibir la respuesta que necesitaba mientras la expresión en su rostro denotaba angustia.
Llegó la noche y empezó la gente a invadir las afueras del hospital. Unos arribaban a urgencias y otros se colocaban enfrente, instalando sus puestos para comercializar productos alimenticios.
Juan pronto se despertó por la preocupación, sintiendo el fuerte olor del aceite del caldero de los fritos. De un momento a otro, sacó rápidamente de su bolsillo $2,000. La hambruna lo invadía, así que levantó la mirada y se compró un café y una empanada en la fritanga de enfrente, arreglada con un mantel de cuadros rojos y azules, junto a la servilleta, y termitos de suero y picante, y al lado agua de maíz y guarapo.
La gente que también estaba en el lugar compartía la preocupación. A ratos se sentaban en sillas o se quedaban de pie, prendían un cigarro y conversaban sobre el juego del Junior contra el Boyacá Chicó.
Entretanto, Juan consumía con tanta ansiedad que empezó a toser con fuerza. Al verlo, un guarda de seguridad avisó a un asistente médico, que salió para atenderlo.
El joven de 23 años le dijo al médico que no sentía nada, solo que le preocupaba no tener noticias de su mujer y su ansiedad le hacía comer con rapidez. El médico asintió con la cabeza, colocó su mano en el hombro de Juan y trató de tranquilizarlo.
El joven de 23 años le dijo al médico que no sentía nada, solo que le preocupaba no tener noticias de su mujer y su ansiedad le hacía comer con rapidez. El médico asintió con la cabeza, colocó su mano en el hombro de Juan y trató de tranquilizarlo.
Al rato, y luego de unas horas, el albañil logró conciliar el sueño en una de las viejas sillas que hay a las afueras del hospital.
Al rato, y luego de unas horas, el albañil logró conciliar el sueño en una de las viejas sillas que hay a las afueras del hospital.
Amanece el martes y mientras pasan los segundos y las horas, el color de la mañana es fuerte, como dicen los viejos: «sol de agua». El joven está ansioso de nuevo y al pie del cañón, esperando una respuesta alentadora, mirando entre los vidrios polarizados ya desgastados por el polvo y el descuido del estado en el que se encuentra el establecimiento médico.
El joven, cual felino, no quita su mirada de la entrada del lugar. Sentado ahora en la acera de enfrente, sobre un gris bordillo, mira hacia las nubes y le implora a Dios saber de su mujer. El silencio de su voz no es más que la respuesta ante lo que conversó con el Creador.
Al interior del centro médico, lleno de mujeres embarazadas, se encuentra la amada mujer del joven, quien es atendida en la sala de parto. Ella siente un fuerte movimiento en el interior de su abdomen, y está a la espera de conseguir permiso para hacerle el procedimiento de la cesárea.
De inmediato la atiende un ginecólogo, que en principio le comenta que el permiso en el hospital de Palmar no tiene validez, por lo que le harían un parto natural. Pero los dolores de Anita eran tan fuertes que le hicieron una ecografía para ver cómo estaba la criatura.
Afuera, Juan sigue preñado de angustias, no encuentra algún aliciente para calmar su desespero. Sin embargo, la misericordia de Dios es tan grande que el joven vuelve a la realidad. Quitando su velo oscuro de exasperación, ve a otras personas igual a él, con problemas. Sin duda, es un mensaje divino que nuevamente le brinda el Creador, diciéndole que se calmara.
Con el correr de las horas, el joven ya sentía serenidad y coraje para afrontar sus adversidades, como caracteriza a todas las personas que han sido víctimas de la injusticia. El joven es consciente de que no puede ser egoísta y debe saber que, como él, hay varios en igual o peor condición.
Con el correr de las horas, el joven ya sentía serenidad y coraje para afrontar sus adversidades, como caracteriza a todas las personas que han sido víctimas de la injusticia. El joven es consciente de que no puede ser egoísta y debe saber que, como él, hay varios en igual o peor condición.
Llega la noche del martes, tras un invierno fuerte que alarga la tarde. Al rato, la madre de su esposa, que estaba en el interior del lugar, logra salir y le comenta que ella también padeció cuando dio a luz a su hija. Logra abrazarlo, tercer mensaje que recibía el joven.
Es miércoles y amanece más temprano que nunca. Juan, descansando en las descuidadas paredes del hospital, en un sucio piso, recibe una noticia. Antes debía tener paciencia y llenar unos papeles de un lugar a otro, en el laberinto blanco del centro médico, con un aire acondicionado muy helado y un inconfundible olor a hipoclorito. El joven pensaba lo peor, pero no, era una grata noticia: seguiría siendo el hombre de la casa, pues no solo su mujer estaba bien, sino que la llegada de una bebé, a quien sin pensarlo no dudó en llamar Gabriela, también era inminente.
Así como este, transcurren también otros casos en el día a día de los hospitales y diferentes centros de salud de nuestro país, donde la situación es difícil, pero el heroísmo del sector médico y de la gente, como Juan, que creyó y esperó en Dios, es de reconocer. Él fue premiado con una sensibilidad de hierro que lo reconforta.