Opinión

El racismo es la forma más baja, más burda y más primitiva de colectivismo. Es la noción de atribuirle significado moral, social o político al linaje genético de un hombre, la noción de que los rasgos intelectuales y de carácter de un hombre son producidos y transmitidos por la química interna de su cuerpo. […] Como cualquier forma de determinismo, el racismo invalida el atributo específico que distingue al hombre de todas las demás especies vivientes: su facultad racional. El racismo niega dos aspectos de la vida del hombre: la razón y la voluntad, o la mente y la moralidad, sustituyéndolas por una predestinación química.


Ayn Rand (La virtud del egoísmo, 1964)

Creo que mi primer apellido y mi fisionomía lo dicen todo. Por mis venas corre sangre mestiza, quizás, producto de una mixtura de ADN indoamericano, afro y una minúscula partícula ibérica. De hecho, en mis años mozos, cuando aún no estilaba el tradicional corte de cabello militar que ahora me caracteriza, mi cabeza exhibía un frondoso afro, tal vez remembranza genética de mis ancestros africanos.

Porque el único que en Colombia puede reclamar sangre azul y española es “Juanpis González”, el icónico personaje satírico del humorista Alejandro Riaño. De resto, todos los hijos de esta tierra, incluso aquellos con apellidos pomposos de las élites capitalinas y de otras ciudades y regiones, debemos tener un ancestro “sangre sucia”, así como se describe a los magos impuros en la saga de Harry Potter.

Como millones de colombianos, provengo de una familia de clase media baja, que, a fuerza del tesón y unas excelentes bases morales y espirituales, encontró en el trabajo honrado y el estudio la posibilidad de surgir y escalar unos modestos peldaños en la inevitable pirámide social; la cual, ha sido una constante histórica en las sociedades y civilizaciones del planeta, incluso en aquellas que abrazaron el socialismo o el comunismo.

Bajo estos argumentos, me gustaría que un académico o investigador, desde la antropología, la sociología, la politología, la psicología, la historiografía o cualquier otra ciencia social terminada en este diptongo, me explicara en qué consiste la famosa deuda histórica que el conjunto de la sociedad colombiana tiene con nuestros hermanos mayores.

¿Qué les debo yo? ¿Qué les debemos los colombianos?

Esa es la narrativa que se nos ha querido vender en las últimas décadas, generando en nuestras comunidades ancestrales una especie de discriminación positiva, que, algunos de sus líderes y politiqueros de los más variados pelambres, aprovechan porque resulta redituable como ninguna otra. Hace parte de un discurso recurrente con evidentes tintes políticos que hoy es el principal caballo de batalla de organizaciones como el Consejo Regional Indígena del Cauca (CRIC).

Si hay un culpable o culpables de tamaño despropósito, fácilmente éste o estos se pueden encontrar en nuestros legislativo y juristas, tanto pasados como presentes. La razón es simple: la Constitución de 1886 los consideró durante mucho tiempo como seres evolutivos inferiores, es decir que, desde lo jurídico, eran imputables como los niños o los enfermos mentales; la de 1991, por su parte, les otorgó el estatus de supra-ciudadanos, en el entendido de que gozan de formas de gobierno autónomas, leyes propias, una especie de cuerpo policial y territorios vedados para el Estado y sus agentes.

Ahora bien, evidentemente motivados por la presencia en Cali de la Minga de indígenas del norte del Cauca, en algunos corrillos se afirma que estas comunidades poco o nada le aportan al país en términos productivos y de otra naturaleza. Quise comprobarlo por mi propia cuenta. Los hallazgos de mi pequeña pesquisa me llevan entonces a reformular la pregunta que hice párrafos atrás: 

¿Cuál es la deuda histórica de los pueblos indígenas con la sociedad colombiana?

A la luz de las evidencias, diría que están en números rojos. Si damos por ciertos los datos del censo poblacional de 2018 y los sobreponemos a la información del Instituto Geográfico Agustín Codazzi, los 1’905.617 indígenas en el país (el 4,4 % del total de la población de Colombia) son dueños de 28,9 millones de hectáreas, de las 114 millones que tiene el suelo patrio. Dicho de otro modo, la tierra per cápita de nuestros indígenas es de 15,1 hectáreas: 11 más que la media nacional.

Esta situación sería óptima si no fuera porque ninguna de esas comunidades paga impuestos sobre la tierra ni sobre su producción. En castellano, originan muy pocos recursos para los municipios en donde se encuentran. De hecho, ni el DANE (Departamento Administrativo Nacional de Estadística) ni el DNP (Departamento Nacional de Planeación) tienen la posibilidad de conocer cuál es su real aporte al PIB, pues, como afirme párrafos arriba, el territorio que ocupan está vedado para el Estado.

En un intento por defender lo indefendible, algunos sectores afirman que no resulta lógico medir el aporte indígena en términos de hectáreas cosechadas, cabezas de ganado o hectáreas destinadas para la agricultura.

Los defensores de esta tesis sostienen que esta mirada deja por fuera importantes aportes como el cuidado de nuestros bosques nativos. Aseguran que en los resguardos hay 26 millones de hectáreas de bosques naturales que están bajo su tutela. ¡Falacia! Se nota que no conocen la realidad de estos territorios, donde la tala de bosques para dar cabida a los cultivos de marihuana o los laboratorios del narcotráfico, como sucede en el norte del Cauca, es pan de cada día.

Busqué infructuosamente información sobre su contribución en otros renglones de la economía, pero ¡Nada! Por ejemplo, en la prolija producción académica e investigativa de Fedesarrollo, apenas se les menciona de soslayo en un estudio sobre la estatura de los colombianos. Tampoco tienen inscrito ningún proyecto suyo en los 13 programas C-Tel de Colciencias (Departamento Administrativo de Ciencia, Tecnología e Innovación), ni siquiera en temas sobre ambiente, biodiversidad y hábitat, que serían de su resorte.

¿Cuál es la deuda histórica de Colombia con algunas comunidades indígenas? Yo diría de manera tajante que ninguna.