Escrito por; Camilo Sánchez de El diario.es

El Gobierno de Colombia ha comenzado a levantar las restricciones para frenar la propagación del coronavirus en medio del pico/meseta más agudo de la pandemia y con un ritmo de vacunación que apenas empieza a tomar velocidad de crucero. El lunes se registraron 648 fallecimientos y el país ya supera las 105.000 muertes registradas. En un comunicado público, 140 organizaciones médicas y científicas pidieron al presidente conservador Iván Duque aplazar la medida para aliviar el colapso hospitalario.  

Durante una reunión a principios de este mes con la vicepresidenta Martha Lucía Ramírez, el director de la Organización Mundial de la Salud, Tedros Ghebreyesus, y el epidemiólogo Michael Ryan, responsable de la gestión de emergencias sanitarias del mismo organismo, manifestaron su aprensión frente al levantamiento precipitado de las restricciones. A juzgar por las hasta entonces modestas tasas de vacunación, dijeron, aflojar las normas podría desembocar en un costo desproporcionado de vidas. 

«Creo que la decisión de reabrir la economía en este momento tiene que ver con otras realidades de la vida», asegura el exministro de Salud Alejandro Gaviria, «pero encuentro pocas explicaciones razonables desde el punto de vista epidemiológico». El Gobierno, sin embargo, considera que el campo está allanado para reiniciar el motor de la normalidad bajo un nuevo modelo de monitoreo diferencial por ciudades que ha sido bautizado como Índice de Resiliencia Municipal (IREM).

El Ministerio de Salud, Fernando Ruíz, dio a conocer el nuevo decreto el 3 de junio, justo cuando el país salía de un paro nacional de 40 días y uno de los estallidos sociales más enconados de los últimos tiempos. Por eso la epidemióloga Claudia Vacca subraya el ingrediente político de las últimas decisiones: «Para el Gobierno resultaba inconsistente mantener cerrada la economía frente a las presiones del empresariado, al mismo tiempo que en la calle se daban unas movilizaciones ciudadanas gigantes».

Culpa a las movilizaciones

Pero ante el escenario de pesadilla en los hospitales, con una ocupación de UCI por encima del 90% en Bogotá, Cali y Medellín, las tres ciudades principales, el presidente Duque optó por apuntar hacia las movilizaciones como principal causa de la crisis, en vez de solidarizarse con un personal sanitario al límite o las familias de los más de 100.000 fallecidos (como lo hizo, por ejemplo, el primer ministro británico Boris Johnson cuando su país alcanzó el mismo registro).

«Más de 10.000 muertes se hubieran podido prevenir si no hubiéramos tenido aglomeraciones en las últimas seis o siete semanas», aseveró el mandatario colombiano el martes pasado desde el palacio presidencial. Para el epidemiólogo Diego Rosselli, «esa cifra es sacada del sombrero. Una exageración». Y Alejandro Gaviria, hoy rector de la Universidad de los Andes, añade que las declaraciones son un intento del Ejecutivo por imponer su relato en una coyuntura de «hartazgo colectivo».

De la misma manera, el Doctor Rosselli reconoce que, a pesar de que las aglomeraciones son un factor de contagio evidente, para cuantificar con rigor la incidencia de las marchas sobre la trayectoria de la pandemia se requiere de evidencia más sólida. Pesan más, en su opinión, otros síntomas subyacentes.

Por ejemplo, la frustración de un país donde la informalidad laboral ha alcanzado al 47,8%, según datos del Departamento Administrativo Nacional de Estadística; o un Estado incapaz de garantizar de forma sostenida un salvavidas económico para los más vulnerables; o la ineficiencia del sistema de salud «para realizar una buena vigilancia genómica». «¡En Colombia no tenemos ni idea qué variantes nos están matando!», dice.

Por parte del Gobierno ha habido señales borrosas. El Ministro de Salud reconoció el 16 de junio que Bogotá atravesaba por un fenómeno de «hipercontagio», donde el 40% de las pruebas realizadas en la capital arrojaban resultados positivos por COVID-19. «En este momento cualquier medida que se haga va a tener muy poco efecto realmente, porque ya el contagio está dado», afirmó Ruíz, de 62 años y doctor en Salud pública.

Hernán Bayona, presidente del Colegio Médico de Bogotá, discrepa: «No es cierto que no se pueda hacer nada desde el orden epidemiológico. Con esas declaraciones el ministro incumple con su función constitucional de cuidar la salud pública de los colombianos». 

De vacunas y votos

El proceso de vacunación en Colombia ha sido tardío debido a las siempre farragosas negociaciones con las farmacéuticas. Otros países como México o Chile despegaron con más prontitud. El primer colombiano en ser vacunado recibió la dosis el 17 de febrero, pero solo hace unos días la campaña superó las 200.000 dosis diarias que el Gobierno fijó como objetivo. 

El politólogo Diego Fuerte estima que el país cuenta finalmente con el suministro de vacunas suficientes y el ritmo será sostenido. Hasta ahora hay unas seis millones de personas inmunizadas con las dos dosis. Esto representa alrededor del 11,8% de la población. En cualquier caso la tasa paralela de contagios y muertes diarias aún supone un riesgo evidente para adelantar la reapertura total, señalan desde diversos círculos médicos, pero también responsables de la OMS.

Para apaciguar las profundas incertidumbres el ministro Fernando Ruíz ha repetido en declaraciones a la prensa que el proceso será «gradual, progresivo y responsable». Y que las ciudades sólo podrán recuperar las actividades culturales, sociales y económicas anunciadas en función de la ocupación de UCI, que debe estar, según la resolución, por debajo del 85%. Una realidad que hoy no pasa de ser un anhelo.

Entre tanto, el reloj apremia. El eco de la variante delta resuena con fuerza y los casos confirmados diarios basculan entre 25.000 y 30.000. Las simulaciones sugieren que la tercera ola se ha convertido en untsunami y podría extenderse hasta mediados de julio. 

Vivir con 60 euros mensuales

El debate gira en torno al momento. Los más cautos sostienen que el margen de error es mínimo y para gestionar las nuevas medidas hace falta pulso de cirujano. 

El químico de la Universidad de Antioquia David Bautista, sin embargo, es partidario de la reapertura inmediata: «A estas alturas de la pandemia las medidas restrictivas ya no son tolerables debido a los problemas económicos y sociales que vive el país».

Y es que los primeros meses de hibernación fueron drásticos. Alejandro Gaviria refiere que el agotamiento colectivo es evidente; y la epidemióloga María José Bustamante explica que quedarse en casa ya no es opción para la mayoría. Por eso se pregunta: «¿Qué más puede hacer la ciudadanía cuando la mitad del país vive con 300.000 pesos (unos 66 euros) mensuales?».

Para Bautista muchos de los problemas nacen de la fallida difusión pedagógica de las medidas oficiales. La ausencia de una comunicación adecuada, dice, se ha traducido en la necesidad de apelar a medidas coercitivas como «las cuarentenas, los toques de queda, y otras actitudes policiales». «Hay demasiada desinformación y el Gobierno nacional es incapaz de comunicar bien o hacer buena pedagogía», dice.

¿Y los sanitarios qué?

Abandono, decepción, desencanto e impotencia son algunas de las palabras que se repiten entre el personal sanitario para retratar su estado de ánimo en los últimos meses. Media docena de fuentes consultadas coinciden en que hay un sentimiento generalizado de que el reparto de cargas por parte del Gobierno sobre sus hombros ha sido desproporcionado. También que en el último pico los ha dejado solos. 

Personal médico trabaja en una unidad de cuidados intensivos en el Hospital El Tunal, en Bogotá. EFE/ Carlos Ortega

El neurólogo Diego Rosselli afirma que más de un colega lo ha llamado llorando. Confiesa que no sabe «cómo consolarlos». Y Cecilia Vargas, presidenta de la Organización Colegial de Enfermería, cuenta que por estos días hay enfermeras cumpliendo turnos maratónicos de hasta 36 horas: «Es que la ocupación en las unidades ya no se relaja porque los pacientes se estén curando, sino porque la gente se está muriendo».

Pero no solo se trata de un olvido estatal. Gabriela Delgado, académica de la Academia de Ciencias exactas, cree que se trata de una actitud connatural a la condición humana. «Somos ingratos», se lamenta, «del reconocimiento inicial, que incluye algunas primas del Gobierno,  pasamos a ver cómo la gente maltrata a los vacunadores. El hilo siempre se revienta por el lado más frágil».

El cirujano Hernán Bayona enumera por su parte algunas de las dificultades que subyacen a la sensación de naufragio entre médicos y enfermeras: retrasos en el pago de salarios en hospitales públicos, debidos en parte a la ineficiencia administrativa de un sistema lleno de vericuetos; sueldos bajos; y frágiles condiciones de contratación, en su mayoría temporales, están a la orden del día.

Pero, además, el impacto del colapso hospitalario va dejando por el camino daños colaterales y fracturas que marcarán la post pandemia. Bayona indica por ejemplo que se ha «retrocedido más de una década en los índices de mortalidad materno infantil, que pasó del 40 al 65%».

Alejandro Gaviria constata que la relación entre el Gobierno y ciertas agremiaciones médicas se ha desdibujado. «Hay un hecho que me llama la tención», sostiene, «y es que la carta de 140 asociaciones pidiendo que se aplazaran las medidas de apertura no haya tenido ninguna repercusión en la opinión pública. En otro contexto habría sido devastadora. Hoy no lo es porque la gente ha entrado en una suerte de resignación».

El joven químico farmacéutico David Bautista dice: «Pero tampoco creo que haya mucho para hacer. Esta es una pandemia en un país del tercer mundo y no creo los determinantes sociales y de salud en Colombia hayan podido cambiar en un año».