Tumaco, Buenaventura y Quibdó han sido, durante décadas, nombres que pesan. Sinónimo de abandono estatal, corredores de narcotráfico, disputas criminales, economías rotas y una violencia que marcó generaciones enteras. Sin embargo, el Gobierno nacional asegura que allí está germinando un experimento transformador: las Zonas de Paz y Esperanza (ZPE), una estrategia que promete reconstruir convivencia, fortalecer justicia local y abrir caminos reales hacia economías lícitas.
El Ministerio de Justicia reveló cómo avanza la implementación de este modelo, definido como piedra angular del Eje 3 de la Política Nacional de Drogas 2023–2033. La hoja de ruta es ambiciosa: pasar del control armado en los barrios a una presencia institucional coordinada, capaz de ofrecer alternativas creíbles y sostenibles. Pero en territorios tan golpeados, cada promesa está obligada a demostrar resultados.
La apuesta: convivencia, legalidad y oportunidades
En Tumaco, Buenaventura y Quibdó se desarrollaron, desde septiembre, talleres, grupos focales y ejercicios de diagnóstico liderados por docentes, líderes comunitarios, mediadores, jóvenes y emprendedores locales. Estas comunidades fueron llamadas a mapear riesgos, identificar actores de poder, y señalar qué necesita cada territorio para dejar atrás la violencia que lo ha definido.
Escenarios de mediación y resolución de conflictos, para aliviar tensiones entre familias, barrios y actores comunitarios afectados por la criminalidad.
Fortalecimiento de la justicia comunitaria, con énfasis en prevención y diálogo.
Proyectos de economía popular, como mercados comunitarios y apoyo a emprendimientos locales.
Articulación institucional real, con presencia de fuerzas de seguridad, entes judiciales, autoridades locales y organizaciones sociales.
La narrativa oficial habla de inclusión, corresponsabilidad y arraigo territorial. Pero las comunidades saben que estos anuncios deben superar una prueba dura: que el Estado no llegue por un mes, sino que se quede por años.
Tres ciudades — tres historias de dolor y resistencia
Tumaco, epicentro del narcotráfico en el Pacífico, avanza en iniciativas de sustitución voluntaria y producción lícita. Allí el Ministerio invirtió más de $1.700 millones en proyectos asociados al cacao, una alternativa que enfrenta la sombra de estructuras criminales que siguen mandando en veredas, esteros y riberas.
Buenaventura, fracturada por las guerras entre “Shottas” y “Espartanos”, vivió en 2024 el anuncio de la primera Zona de Paz. Hoy intenta consolidarla en medio de un frágil equilibrio entre jóvenes que quieren oportunidades y bandas que reclutan a la fuerza.
Quibdó, víctima de ciclos interminables de homicidios, fronteras invisibles y desplazamiento urbano, recibe la estrategia como un respiro, pero también con desconfianza: los chocoanos han visto demasiados planes morir sin apoyo ni continuidad.
El desafío de fondo: ¿puede el Estado recuperar el control?
Las Zonas de Paz y Esperanza no solo deben crear entornos seguros: deben romper economías ilegales profundamente arraigadas, garantizar oportunidades reales de ingreso, frenar el reclutamiento de jóvenes y ofrecer justicia eficaz en barrios donde nunca se había visto.
Para organizaciones sociales consultadas en el terreno, el riesgo es claro: si la estrategia no es sostenida, si no existe protección para líderes y mediadores, y si los proyectos productivos quedan en promesas vacías, el crimen organizado recuperará su espacio con rapidez.
Pero también hay esperanza. Jóvenes, mujeres y comerciantes que participan en los mercados comunitarios empiezan a ver, tímidamente, señales de un Estado presente y dispuesto a escuchar.
Las Zonas de Paz y Esperanza no resolverán por sí solas la violencia histórica del Pacífico y el Chocó. Pero, por primera vez en mucho tiempo, parecen articular elementos que no suelen caminar juntos: justicia cercana, economía popular, mediación, inclusión comunitaria y presencia institucional continua.
La gran pregunta es si esta vez el Gobierno podrá resistir el desgaste político, la presión del crimen y la tentación de abandonar estos territorios a su suerte. Tumaco, Buenaventura y Quibdó ya han pagado demasiado. Ahora reclaman, con razón, que el Estado cumpla la promesa de devolverles paz, dignidad y futuro.



