Por: John Elvis Vera Suárez

Ambientalista colombiano.

Me encontraba viviendo en la Amazonía a orillas del Putumayo, cuando en las noticias se vieron los estragos causados por un fuerte terremoto. En Armenia y sus áreas vecinas, la tierra se había sacudido de tal manera que se contaban por centenares los muertos y la ciudad parecía bombardeada como en las más crueles y destructoras guerras.

Con angustia, en los siguientes días logré comunicarme con amistades que tenía en estas tierras cafeteras. Cuatro años y nueve meses atrás me había ausentado y regresé dos años y siete meses después. Volví por invitación de la fundación ambientalista Bosque de Niebla, para participar en un proyecto que realizaba junto con el Forec, sobre la gestión del riesgo.

Conocí muy de cerca el dolor que aún guardaban sus habitantes. Recuerdos que entristecían sus almas y encharcaban sus ojos. Pero por igual todos y todas con la esperanza de que semejante desastre no volviera a suceder. Con la ilusión de que sus deidades no permitieran que la tierra se volviera a estremecer tan estruendosamente. Esto me convenció de que la lección no se había aprendido. Seguíamos sin entender a la naturaleza y el planeta como ser vivo seguirá moviéndose por siglos de los siglos, unas veces más catastróficas que otras, aunque en la mayoría de las ocasiones muy suavemente.

Quienes conocimos la Armenia de antes, siempre llevaremos en nuestras memorias sitios que nos traerán gratos y bellos recuerdos. Hoy es una nueva ciudad. La transformación es innegable. La cuestión es si nos gustaba más esa vieja ciudad de los cuyabros o esta moderna posterremoto. Qué cambios eran necesarios o cuáles fueron una pérdida de identidad. Qué hacía más grata la que conocimos del siglo XX o qué nos atrae más de esta del siglo XXI.

Lo que si podemos asegurar quienes nos preocupa el territorio y su sustentabilidad en este siglo de la mayor crisis ecológica planetaria, es que Armenia y el Quindío se han transformado no en bien de la diversidad y la vida, no en mejora del bienestar integral de quienes habitamos este bello rincón del planeta. Su cambio se está dando como producto principalmente de la agresión desarrollista, cuyos impactos ambientales y por lo tanto su afectación de la vida misma, no parecen preocuparles a quienes desde el poder politicoeconómico siguen determinando el devenir de esta tierra que tanto queremos.

Cada año de conmemoración debería de servir para que en reflexión colectiva recapacitáramos qué futuro es posible, qué ciudad es viable, qué capital queremos construir y dejar a las futuras generaciones. La salida no podrá ser nunca seguir destruyendo nuestro ambiente, seguir negándole la existencia a las demás especies que habitan junto con nosotros el entorno, no es negarle una vida digna a quienes en un futuro quieran habitar esta encantadora tierra que nos dejaron nuestros mayores y antepasados.