En muchas zonas del país, el anuncio del paro armado no se leyó como una declaración política, sino como una advertencia directa. “Cuando ellos dicen que no se puede viajar, uno no viaja. No porque quiera obedecer, sino porque quiere seguir vivo”, cuenta María, comerciante de un municipio ribereño del Chocó, quien ya decidió cerrar su negocio durante los días anunciados. Para José, campesino del sur de Bolívar, la noticia significa pérdidas inmediatas. “Yo tenía que sacar el cacao ese fin de semana. Si no sale, se pierde. Nadie responde por eso”, dice. Como él, cientos de familias quedan atrapadas entre la necesidad de trabajar y el temor a cruzar una vía señalada por un grupo armado.
En zonas donde el ELN mantiene influencia histórica, el impacto va más allá del transporte. Se suspenden clases, se cancelan citas médicas, se paraliza la economía local. El paro armado, aunque anunciado como una protesta internacional, termina siendo un castigo local.

Según el comunicado difundido por la guerrilla, la medida se enmarca como una respuesta a lo que califica de “plan neocolonial” impulsado por el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, y una supuesta amenaza de intervención imperialista en la región. El ELN también llamó a la población civil a no desplazarse por carreteras o ríos navegables durante el periodo del paro, y afirmó que sus unidades de control de vías “respetarán a los civiles y sus bienes”, aunque advirtió que castigarán a los “saboteadores”
Un mensaje que contradice la paz
Mientras el ELN afirma actuar en defensa de la soberanía latinoamericana, sus métodos siguen siendo los mismos que por décadas han golpeado a la población civil: restricciones, miedo y control territorial. Para analistas y defensores de derechos humanos, el mensaje es contradictorio.
“No se puede hablar de causas políticas mientras se confina a comunidades enteras”, advierten líderes sociales, quienes recuerdan que el derecho internacional humanitario prohíbe explícitamente afectar a civiles como medio de presión.
La postura del Estado: rechazo y deber de protección
El Gobierno Nacional, aunque no ha emitido un pronunciamiento detallado, ha sido coherente en un punto: no avala, ni tolera, ni reconoce los paros armados. En situaciones anteriores, el Ejecutivo ha insistido en que ninguna organización ilegal puede imponer restricciones de movilidad ni ordenar confinamientos de la población civil.
Desde las Fuerzas Militares se espera un refuerzo de presencia en las zonas históricamente más vulnerables, mientras que autoridades locales y organismos humanitarios advierten que cualquier medida de este tipo revive viejas heridas y pone en riesgo a miles de personas que viven en territorios donde el Estado aún lucha por consolidarse.
«La paz no se construye con intimidaciones». Y si bien los diálogos con el ELN continúan siendo un objetivo, cada anuncio de paro armado pone una piedra más en el camino.
Desde el Ejecutivo se ha reiterado que ninguna organización ilegal puede suplantar la autoridad del Estado ni imponer reglas de movilidad.
Fuentes oficiales han insistido en que la respuesta institucional se centra en proteger a la población, reforzar la presencia de la Fuerza Pública y coordinar acciones con autoridades locales para evitar confinamientos forzados. Al mismo tiempo, el Gobierno ha subrayado que cualquier diálogo de paz pierde sentido cuando se acompaña de amenazas.
El verdadero saldo del anuncio
Más allá del debate político, el saldo inmediato del paro armado se mide en miedo, pérdidas económicas y desconfianza. No hay carreteras bloqueadas aún, pero sí decisiones tomadas por temor. No hay combates reportados, pero sí comunidades que ya se preparan para encerrarse.
Colombia vuelve a enfrentar una pregunta incómoda: ¿hasta cuándo los anuncios armados seguirán teniendo más efecto que las garantías del Estado?
Cuestionar este anuncio no es desconocer los conflictos internacionales ni los debates geopolíticos. Es recordar que, en Colombia, cada paro armado tiene rostro humano. Rostro de madre, de campesino, de estudiante, de comerciante. Y mientras esos rostros sigan siendo los primeros afectados, cualquier justificación pierde sentido.