La madrugada en el suroriente de Cali fue rota por una explosión que no solo estremeció las calles del barrio Mariano Ramos, sino que volvió a recordarle al país que la violencia sigue cobrando vidas incluso en los escenarios más cotidianos. Dos policías, en cumplimiento de su deber, fueron asesinados tras la activación de un artefacto explosivo mientras realizaban labores de patrullaje.
Eran horas en las que la ciudad aún dormía. Ellos no. Como miles de uniformados en Colombia, estaban en servicio, recorriendo una zona históricamente golpeada por la criminalidad, tratando de garantizar seguridad en medio de un contexto cada vez más hostil. La detonación fue inmediata, devastadora, y no les dio oportunidad.
Los hombres detrás del uniforme
Las víctimas fueron identificadas como los subintendentes Jorge Leonardo Gómez Ochoa, de 36 años, y Robert Steven Melo Londoño, de 33. Más allá de las cifras y los rangos, eran hijos, compañeros, amigos. Policías con más de una década de servicio, con historias personales marcadas por turnos extensos, sacrificios familiares y una vocación que, pese a los riesgos, eligieron mantener.
Sus compañeros los recuerdan como hombres comprometidos, cercanos a la comunidad y disciplinados en su labor. Hoy, sus nombres se suman a una larga lista de servidores públicos que han perdido la vida en medio de una violencia que no distingue horarios ni escenarios.
El ataque y lo que se sabe
De acuerdo con información oficial, el atentado ocurrió cuando los uniformados se desplazaban en una patrulla motorizada. El artefacto explosivo fue activado al paso del vehículo, causándoles heridas de extrema gravedad. Aunque fueron trasladados de inmediato a un centro asistencial, los esfuerzos médicos no lograron salvarlos.
Minutos después, se registró una segunda detonación en un sector cercano, lo que incrementó el temor entre los habitantes del sector y obligó a un despliegue adicional de las autoridades para descartar más explosivos.
Las investigaciones preliminares apuntan a que el ataque podría estar relacionado con acciones de grupos armados ilegales que han intensificado su accionar en zonas urbanas. Las autoridades no descartan la participación del ELN, en medio de un clima de amenazas y llamados armados que se han registrado en varias regiones del país.
El dolor institucional y el mensaje a la nación
El director de la Policía Nacional, general William Rincón, expresó el rechazo absoluto de la institución frente al crimen y decretó luto institucional, calificando a los uniformados como “héroes de la patria” que entregaron su vida al servicio de los colombianos.
“Su sacrificio no será olvidado”, señaló el alto oficial, mientras se anunciaba el fortalecimiento de operativos de inteligencia y la oferta de recompensas para dar con los responsables materiales e intelectuales del atentado.
La Alcaldía de Cali, la Gobernación del Valle del Cauca y distintos sectores políticos coincidieron en condenar el ataque y exigir resultados rápidos. Sin embargo, el hecho reabre un debate de fondo: la vulnerabilidad de la fuerza pública en escenarios urbanos y la persistencia del uso de explosivos como herramienta de terror.
Una ciudad golpeada, una sociedad interpelada
Para los habitantes del suroriente de Cali, el atentado no fue solo una noticia más. Fue miedo, zozobra y rabia. Muchos vecinos aseguran que las detonaciones revivieron recuerdos de épocas que creían superadas, cuando el terror se instalaba en las calles sin previo aviso.
Analistas en seguridad advierten que este tipo de ataques buscan más que causar bajas: pretenden enviar mensajes, sembrar temor y demostrar capacidad de acción en zonas densamente pobladas. En ese contexto, los policías se convierten en blancos visibles de una guerra que sigue mutando.
En Colombia, la muerte de un policía suele quedar reducida a un parte oficial o a una estadística más del conflicto. Pero detrás de cada uniforme hay familias que hoy lloran, proyectos truncados y silencios que pesan.
El atentado en Cali no solo enluta a la Policía Nacional. Interpela al Estado, a la sociedad y a una ciudad que vuelve a preguntarse hasta cuándo la violencia seguirá arrebatando vidas en nombre del terror.
Mientras avanzan las investigaciones y se preparan los honores fúnebres, queda una certeza dolorosa: dos hombres salieron a trabajar y no regresaron a casa. Recordarlos como personas, y no solo como cifras, es el primer paso para no normalizar la tragedia.