El Catatumbo vuelve a ser escenario de dolor, zozobra y miedo. Mientras las comunidades rurales intentan sobrevivir entre economías ilegales, control armado y ausencia estatal, la violencia vuelve a golpear a la población civil y a los liderazgos sociales, profundizando una crisis humanitaria que parece no tener tregua.
En este contexto, la Delegación de Paz del Gobierno Nacional emitió un comunicado dirigido a la opinión pública en el que expresa su solidaridad con las víctimas de las violencias armadas en esta región del nororiente colombiano y rechaza de manera categórica cualquier agresión contra la población civil. El pronunciamiento, enmarcado en los diálogos con el Estado Mayor de Bloques y Frente de las FARC-EP (EMBF), reconoce que ningún hecho violento es aceptable y que toda agresión debe ser condenada con claridad, acompañada de solidaridad y garantías de no repetición.
Sin embargo, en el Catatumbo la condena moral ya no es suficiente. Las comunidades reclaman acciones concretas, presencia real del Estado y protección efectiva para quienes hoy están atrapados entre actores armados que se disputan el territorio y las rentas ilegales. Líderes sociales, campesinos, firmantes de paz y población civil siguen pagando el costo de una violencia que muta, pero no desaparece.
El comunicado oficial subraya una verdad incuestionable: la paz no se construye únicamente desde los escritorios del Gobierno ni a través del diálogo con un solo actor armado. La paz territorial exige el compromiso real de todos los actores involucrados y, sobre todo, una apuesta decidida por sacar la violencia del centro de la vida cotidiana de las regiones históricamente abandonadas.
En el caso del proceso de diálogo con el EMBF, del cual hace parte el Frente 33 con presencia en el Catatumbo, el objetivo declarado es la finalización de las violencias y la transformación de los territorios. No obstante, la propia delegación reconoce que este propósito se ve seriamente obstaculizado por quienes se benefician de la continuidad del conflicto y de las economías ilegales que se han enquistado en la región durante décadas.
Esta afirmación pone sobre la mesa una realidad incómoda: la violencia en el Catatumbo no es solo producto de la confrontación armada, sino de un entramado de intereses criminales, corrupción y abandono institucional que ha convertido al territorio en un botín. Sin una estrategia integral que ataque esas raíces, cualquier proceso de paz corre el riesgo de quedarse en el papel.
La Delegación de Paz también hizo un llamado a los actores armados para que respeten la acción humanitaria y exhortó a las entidades públicas a articular esfuerzos que garanticen la atención integral de las víctimas. Un llamado urgente, si se tiene en cuenta que muchas comunidades enfrentan desplazamientos forzados, confinamientos y amenazas sin respuestas rápidas ni eficaces por parte del Estado.
El respaldo de organismos como la Defensoría del Pueblo, la Conferencia Episcopal, la MAPP/OEA y la Misión de Verificación de la ONU es destacado como una garantía de transparencia y acompañamiento internacional. En momentos de alta tensión como los que vive hoy el Catatumbo, este acompañamiento resulta vital para exigir respeto por los derechos humanos y para verificar que los compromisos adquiridos no se queden en discursos, sino que se traduzcan en bienestar real para la población.
El Catatumbo no necesita más comunicados aislados. Necesita coherencia entre la palabra y la acción, protección efectiva para sus líderes, alternativas económicas reales y una presencia estatal que no llegue solo después de las masacres o los desplazamientos. La paz dialogada puede ser el camino, pero solo si se construye desde el territorio, escuchando a las víctimas y rompiendo, de una vez por todas, el círculo perverso de la violencia.
Porque mientras la paz se negocia en las mesas, en el Catatumbo la vida sigue en riesgo.